sábado, 14 de enero de 2017

Mujina - Lafcadio Hearn




Junto a la carretera Akasaka, en Tokyo, hay una cuesta llamada Kii-no-kuni-zaka, es decir, la Cuesta de la Provincia de Kii. Ignoro por qué se llama la Cuesta de la Provincia de Kii. A un lado de la cuesta hay un antiguo foso, muy profundo y muy ancho, cuyas verdes orillas se elevan hasta una zona de jardines; y al otro lado de la carretera se extienden las largas e imponentes murallas de un palacio imperial. Antes de la época de las lámparas callejeras y las jinrikishas, este paraje era muy solitario durante la noche; y los peatones que viajaban a horas tardías preferían desviarse varias millas antes que ascender el Kii-no-kuni-zaka, a solas, después del crepúsculo.
Todo a causa de una Mujina que solía pasearse por el lugar.
El último hombre que vio a la Mujina fue un viejo mercader del barrio Kyobashi, muerto hace treinta años. Esta es la historia tal como él la refirió:
Una noche, a horas tardías, el mercader ascendía el Kii-no-kuni-zaka, cuando vio a una mujer en cuclillas junto al foso; estaba sola y lloraba con amargura. Temiendo que la mujer quisiera ahogarse, él se detuvo para ofrecerle cuanta ayuda o consuelo estuviera en sus manos. Ella vestía con elegancia, y tenía un aspecto grácil y ligero; llegaba el cabello peinado como el de una joven de buena familia.
-O-jochu -exclamó el mercader, acercándose-, O-jochu, no lloréis de ese modo… Decidme qué os aqueja, y si hay algún modo de ayudaros, yo me ofreceré gustoso.
(El mercader era sincero en sus palabras, pues era hombre de buen corazón.) Pero ella continuó llorando, y ocultaba el rostro en una de sus amplias mangas.
-O-jochu -repitió el mercader con dulzura-, os ruego que me escuchéis. Este lugar, a estas horas, no conviene a una dama. ¡No lloréis, os lo imploro! ¡Sólo decidme cómo puedo ayudaros!
Ella se incorporó con lentitud, pero le volvió la espalda y prosiguió con sus gemidos y sollozos. Él le puso la mano sobre el hombro, rogándole:
-¡O-jochu! ¡O-jochu! ¡O-jochu!
Entonces la O-jochu se volvió, apartó la manga y se golpeó la cara con la mano; y el hombre vio que en ese rostro no había ojos ni boca ni nariz… y se alejó con un alarido.
Subió por el Kii-no-kuni-zaka, corriendo sin cesar, cercado por la desierta tiniebla. Corría sin atreverse a mirar atrás; y al fin vio una luz, tan distante que parecía el destello de una luciérnaga; se dirigió hacia ella. No era sino la lámpara de un vendedor ambulante de soba quien había acampado junto a la carretera; pero cualquier luz y cualquier compañía humana era bienvenida después de semejante experiencia; y el mercader se arrojó a los pies del vendedor de soba, sin dejar de gemir.
-¡Koré! ¡Koré! -exclamó el vendedor-. ¡Basta! ¿Qué le ocurre? ¿Alguien lo atacó?
-No.. . nadie me atacó -jadeó el otro-… sólo que… ¡Aa! ¡Aa…!
-¿Sólo lo asustaron? -preguntó el vendedor con hosquedad-. ¿Asaltantes?
-No, asaltantes no, asaltantes no -musitó el aterrado mercader- Vi… vi una mujer… junto a la fosa… y me mostró….  ¡Ah!, no puedo decirle lo que me mostró…
-¡Hé! ¿Le habrá mostrado algo como esto? -gritó el vendedor de soba, golpeándose la cara. Ésta se transformó en un Huevo. Y, simultáneamente, se apagó la luz.

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