Junto
a la carretera Akasaka, en Tokyo, hay una cuesta llamada
Kii-no-kuni-zaka, es decir, la Cuesta de la Provincia de Kii. Ignoro por
qué se llama la Cuesta de la Provincia de Kii. A un lado de la cuesta
hay un antiguo foso, muy profundo y muy ancho, cuyas verdes orillas se
elevan hasta una zona de jardines; y al otro lado de la carretera se
extienden las largas e imponentes murallas de un palacio imperial. Antes
de la época de las lámparas callejeras y las jinrikishas, este paraje
era muy solitario durante la noche; y los peatones que viajaban a horas
tardías preferían desviarse varias millas antes que ascender el
Kii-no-kuni-zaka, a solas, después del crepúsculo.
Todo a causa de una Mujina que solía pasearse por el lugar.
El
último hombre que vio a la Mujina fue un viejo mercader del barrio
Kyobashi, muerto hace treinta años. Esta es la historia tal como él la
refirió:
Una
noche, a horas tardías, el mercader ascendía el Kii-no-kuni-zaka,
cuando vio a una mujer en cuclillas junto al foso; estaba sola y lloraba
con amargura. Temiendo que la mujer quisiera ahogarse, él se detuvo
para ofrecerle cuanta ayuda o consuelo estuviera en sus manos. Ella
vestía con elegancia, y tenía un aspecto grácil y ligero; llegaba el
cabello peinado como el de una joven de buena familia.
-O-jochu
-exclamó el mercader, acercándose-, O-jochu, no lloréis de ese modo…
Decidme qué os aqueja, y si hay algún modo de ayudaros, yo me ofreceré
gustoso.
(El
mercader era sincero en sus palabras, pues era hombre de buen corazón.)
Pero ella continuó llorando, y ocultaba el rostro en una de sus amplias
mangas.
-O-jochu
-repitió el mercader con dulzura-, os ruego que me escuchéis. Este
lugar, a estas horas, no conviene a una dama. ¡No lloréis, os lo
imploro! ¡Sólo decidme cómo puedo ayudaros!
Ella
se incorporó con lentitud, pero le volvió la espalda y prosiguió con
sus gemidos y sollozos. Él le puso la mano sobre el hombro, rogándole:
-¡O-jochu! ¡O-jochu! ¡O-jochu!
Entonces
la O-jochu se volvió, apartó la manga y se golpeó la cara con la mano; y
el hombre vio que en ese rostro no había ojos ni boca ni nariz… y se
alejó con un alarido.
Subió
por el Kii-no-kuni-zaka, corriendo sin cesar, cercado por la desierta
tiniebla. Corría sin atreverse a mirar atrás; y al fin vio una luz, tan
distante que parecía el destello de una luciérnaga; se dirigió hacia
ella. No era sino la lámpara de un vendedor ambulante de soba quien
había acampado junto a la carretera; pero cualquier luz y cualquier
compañía humana era bienvenida después de semejante experiencia; y el
mercader se arrojó a los pies del vendedor de soba, sin dejar de gemir.
-¡Koré! ¡Koré! -exclamó el vendedor-. ¡Basta! ¿Qué le ocurre? ¿Alguien lo atacó?
-No.. . nadie me atacó -jadeó el otro-… sólo que… ¡Aa! ¡Aa…!
-¿Sólo lo asustaron? -preguntó el vendedor con hosquedad-. ¿Asaltantes?
-No,
asaltantes no, asaltantes no -musitó el aterrado mercader- Vi… vi una
mujer… junto a la fosa… y me mostró…. ¡Ah!, no puedo decirle lo que me
mostró…
-¡Hé!
¿Le habrá mostrado algo como esto? -gritó el vendedor de soba,
golpeándose la cara. Ésta se transformó en un Huevo. Y, simultáneamente,
se apagó la luz.
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